La soledad del cirujano

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 “Todo cirujano lleva en su interior un pequeño cementerio al que acude a rezar de vez en cuando, un lugar lleno de amargura y pesar, en el que debe buscar explicación a sus fracasos”…Rene Leriche, La filosofía de la cirugía. 1951

Especial/24-7Semanario

Soy cirujano general desde hace 12 años y cirujano de cabeza y cuello desde hace 8. Amo mi profesión y me apasiona todo lo que hago; me gustan los retos, los casos difíciles, hablar con los pacientes y tender mi mano para dar confianza. Como cirujano cada día afronto situaciones de riesgo, cada procedimiento, de acuerdo con su complejidad, trae sus posibles complicaciones que incluso pueden llevar hasta la muerte. Desde una óptica externa se nos exige ser triunfadores, que nuestros resultados siempre sean perfectos y los fracasos a veces se nos endilgan como asesinatos.

Imagen del libro “La Soledad del Cirujano, crónicas desde el quirófano”.

Muchas personas no imaginan la carga emocional, laboral y personal que llevamos a nuestras espaldas, con la que debemos lidiar. Tampoco saben de la gran cantidad de enfermedades que afronta nuestro gremio como la depresión, el alcoholismo, el suicidio, enfermedad cardiovascular, obesidad, producto del gran estrés que afrontamos, que consume nuestro tiempo y, en múltiples ocasiones, sin espacios para compartir con la familia. A todo esto, se suma que la remuneración por nuestro trabajo no es la mejor.

Diversos sentimientos

El poder que tenemos de invadir un cuerpo, abrirlo y vulnerarlo con nuestras manos y bisturíes trae una gran responsabilidad que muchas veces nos conduce al éxito y a la alegría al dar bienestar a nuestros pacientes, pero en algunas ocasiones, cuando se presentan las complicaciones o la misma muerte, esto se traduce en fracaso, lo que nos trae un dolor intenso, sentimiento de culpa, en especial cuando nos identificándonos con la familia que sufre por la pérdida y, a veces nos trae problemas médico legales con escarnio público y acusaciones de homicidio.

Y es a esto a lo que me enfrento día tras día:

Una luz brillante como el foco de un teatro calienta mi cuello, una habitación rectangular donde predomina el reluciente del color blanco, una camilla cubierta de telas y en ella solo se observa parte de un cuerpo, sin cara, impersonal, quizás para mantener la objetividad y cortar ese posible lazo que me une al paciente, para actuar con la cabeza y no demasiado con el corazón. Sin embargo, esto es casi imposible cuando es el corazón el que me ha traído hasta aquí, a este sueño de ser cirujano. Un silencio roto por pitidos rítmicos de un monitor y de un respirador. Un escenario quirúrgico que involucra diversos actores y con solo dos principales, entre los cuales yo soy uno. Una danza sincrónica de movimientos manuales, planeados, una partitura en mi cabeza para interpretar y, a veces, para improvisar sobre un cuerpo que emite sonidos de calor e implora paciencia, rapidez y perfección. Sonidos que son elevados en un coro por la familia. Un gran peso en los hombros que, por lo tanto, asfixia. El peso de aquellos que esperan afuera el mejor desenlace, respiración cortada y pesada por un tapabocas especial que marca y lacera la cara obligado por la pandemia, gafas empañadas y sensación de ahogo y claustrofobia. ¿Cuántos cirujanos sentirán lo mismo?

En ocasiones la cirugía puede ser dura, dolorosa y desagradecida. Cargamos con una gran responsabilidad, la vida de un paciente y su entorno familiar. A menudo no pensamos en esas implicaciones, quizás para restar importancia y estrés a lo que hacemos. Cuando todo sale bien, sin ninguna complicación, es un gran alivio.

Realmente eso no me marca ni me acongoja, tampoco alimenta mi ego (esa etapa estúpida inicial ya la viví, una etapa que es marcada por la arrogancia), y pasa a ser costumbre. El verdadero dolor viene con el fracaso, con aquel paciente que presenta complicaciones, estancias prolongadas de hospitalización e incluso la muerte, donde usamos todo nuestro conocimiento, herramientas tecnológicas e incluso la oración, pero no resolvemos. Es allí donde la conciencia nos carcome, nos patea en el hígado y nos vomita en la cara, donde nuestra fragilidad está a flor de piel y la depresión se encarga de amargar y alargar las noches. Llegamos a un camino sin salida, complicación tras complicación han minado la confianza, no encontramos caminos ni soluciones que ofrecer, no tenemos otros procedimientos o tecnologías que puedan aliviar el sufrimiento y el dolor del paciente y su familia. Estamos agotados, exhaustos, derrotados, llenos de rabia, desolación y temor. Estos sentimientos acompañan, taladran la mente y la conciencia cuando enfrentamos complicaciones o enfermedades incurables que agotan todas las posibilidades de recuperación o cura para el paciente.

Es allí donde solo tenemos al hombre del espejo para hablarle, donde muchas veces el alcohol, el cigarrillo o el sexo fácil nos parecen el elíxir para lavar nuestras culpas; donde esto puede entrar en un círculo vicioso y llevarnos a la apuesta de la ruleta rusa con un final trágico.

No conozco otra profesión que sea tan compleja en su accionar y que puede traer resultados que solo están en los dos extremos: el éxito o el fracaso.

Es difícil entender nuestro dolor y fracaso; esto nos lleva a la pérdida de la confianza, pero se debe mantener la fortaleza y la entereza para continuar con el servicio (corazón abierto para escuchar a los pacientes y mente clara para tomar decisiones).

Desligarnos del dolor, recuperar la fe y volver a sonreír con el alma. No es posible escapar, esconderse y tampoco dormir; no se logra una solución ni tampoco la redención, nuestra resiliencia es lo único que nos mantiene.

Éxito o fracaso

No conozco otra profesión que sea tan compleja en su accionar y que puede traer resultados que solo están en los dos extremos: el éxito o el fracaso. No existen los puntos intermedios. He afirmado en múltiples ocasiones que la cirugía es como caminar en el filo de un abismo, pero eso es quizás lo que nos apasiona a la gran mayoría de cirujanos, esa sensación de estar al borde de la cornisa donde cada movimiento debe darse con precisión, seguridad y cautela. Los fracasos nos duelen y en muchas ocasiones no quisiéramos levantarnos y continuar, el dolor nos corroe tan profundo que solo en la soledad y en la tristeza de nuestro drama logramos tomar de nuevo el valor para continuar.

La soledad del cirujano con su conciencia, esa es nuestra más dura evaluadora, nos machaca los fracasos y puede minarnos la confianza.

Anécdota

Durante mi formación como residente (especialización en cirugía) en el primer año, iniciando el nuevo milenio, tuve una paciente de 40 años que ingresó por un cuadro de patología obstructiva de la vía biliar, es decir un cálculo había descendido de la vesícula y se había alojado en el conducto principal que lleva la bilis desde la vesícula y el hígado al intestino, esto produce un síntoma que llamamos ictericia, que es la coloración amarilla de la piel y los ojos que presentan las personas. En esa época no estaba en auge la realización de la cirugía laparoscópica y menos la exploración de la vía biliar por este medio. Se realizó inicialmente una exploración endoscópica sin lograr sacar el cálculo, por lo que se llevó a cirugía abierta, está la realizó el cirujano de mayor experiencia del hospital y al que yo más admiraba, fui su ayudante. No se presentó ninguna complicación y la paciente fue llevada a recuperación.

Recuerdo que previamente había hablado con la paciente y su hija de aproximadamente 16 años. Les había contado en qué consistía la cirugía y los posibles riesgos, además les había dado mucha confianza, y además insistí en que se dejara operar, ya que la paciente quería firmar retiro voluntario.

Me encontraba en el segundo procedimiento quirúrgico de la tarde después de terminar la cirugía de la señora con la obstrucción biliar cuando fuimos informados que había hecho paro respiratorio y cardiaco en el área de recuperación y que requirió reanimación e intubación para asistencia ventilatoria y, posterior, había sido llevada a la unidad de cuidados intensivos. Tuve que salir nuevamente a hablar con la hija, ya lo había hecho al terminar la cirugía y le dije que todo había salido perfecto, sin complicaciones, así que no tenía cómo explicarle lo que había sucedido, no sabíamos qué había ocurrido para que ella presentara el paro y tuviera esa grave complicación. Me sentía extremadamente mal y muy triste.

La evolución fue mala. Luego de 3 días de estar intubada se diagnosticó muerte cerebral. Se realizaron todas las pruebas que deben hacerse para llegar a este diagnóstico y se confirmó. Otra vez fui el portavoz de la triste noticia a su hija. Me derrumbé emocionalmente, me culpé por haber insistido que se operara, lloré en silencio y la culpa no me permitió dormir por varios días, no encontraba consuelo.

Mi comportamiento cambió, me torné retraído, callado y de mal humor. Esto fue notado por uno de mis profesores y mentores, que después de una de las reuniones académicas que se realizaban en el servicio todos los días a las 7 am, me llamó aparte y me preguntó por qué me comportaba así. No fui capaz de mentir y le conté todo lo que sentía y cómo el sentimiento de culpa me consumía. Sus palabras ese día fueron aliviadoras, me contó también de sus experiencias dolorosas y cómo había salido adelante, me hizo reflexionar y me dijo que la culpa no era nuestra, que el desenlace trágico no estaba en nuestras manos y que desafortunadamente esta no iba a ser la única vez que esto pasara.

Ese día comprendí que se debe hablar y pedir consejos a los tutores y mentores, que la culpa no es una buena compañía y que el fracaso y la muerte serían compañeras permanentes durante mi formación y, posteriormente en mi profesión como cirujano. No miento que a veces me visita esa culpa que reprime y tortura, pero con el tiempo he aprendido a domarla y llevarla al lado como una cruel caminante.

****Tomado del Libro: “La Soledad del Cirujano, crónicas desde el quirófano”, Editorial Artrópodo, Editor: Daniel Ángel

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